Amanecía un nuevo lunes, despertador demasiado temprano, prisas, niños, estaba deseando que llegara de nuevo el viernes, aunque en realidad no había desconectado gran cosa el fin de semana; últimamente los problemas se amontonaban uno encima del otro como si quisieran construir una muralla infranqueable y su cabeza sólo podía pensar en ellos.
Raúl
ya había dejado a los pequeños en el colegio y a su mujer en el trabajo. De
nuevo el infernal atasco de primera hora de la mañana donde todo el mundo
sacaba lo peor de ellos mismos.
Antes
de llegar a la oficina, tenía que solucionar otro tema: el aire acondicionado
se había roto y el calor de los últimos días habían vuelto prioritario
arreglarlo. Así que tuvo que volver a casa y esperar al técnico de una empresa
de confianza que siempre estaba para estos pequeños desaguisados.
Y
llegó Blas, con su gran altura y una enorme sonrisa, contagiando energía
positiva. Era de esas personas a las que da gusto ver siempre, porque sabes que
cuando termines de estar con ella te vas a sentir mejor. Les llamo “personas
luz”. Rondaba los cincuenta y cinco, pero aparentaba bastantes años menos por
su forma de ser. Siempre dicen que la edad es la que nosotros queremos tener.
En el caso de Blas, era cierto. En cambio Raúl, había envejecido mucho últimamente,
sus canas por estrés, sus dolores de estómago, su falta de ejercicio físico y
sus preocupaciones, lo habían provocado.
Blas
se quedó en la casa y prometió tener todo resuelto para la hora de comer. Raúl
se marchó al trabajo y volvió a mediodía a firmar el albarán y liquidar la
deuda del arreglo. Pero Blas aún no había terminado, se le habían juntado una
serie de incidentes que para ser lunes, hubieran desesperado a cualquiera: se
le había estropeado la batería del taladro y su furgoneta no le arrancaba
tampoco, por lo que había tenido de perder más tiempo de la cuenta, yendo en
autobús a sustituir la herramienta para poder cumplir su promesa de tener el
trabajo a mediodía.
Se
hicieron las cuatro de la tarde y por fin logró terminarlo. Raúl tenía que
volver a la oficina, y la furgoneta de Blas seguía sin arrancar, así que se
ofreció a llevarlo a casa.
Durante
el trayecto, hablaron mucho, bueno, más bien a Raúl le sirvió de terapia, le
contó sus problemas y sus constantes preocupaciones por cosas que habían ocurrido
y, sobre todo, por lo que podía ocurrir si todo se torcía más. No salía de ese
bucle desde hacía meses.
Llegaron
a la vivienda de Blas. Sonrió, le dio las gracias y le invitó a que se bajara
un momento del coche. Raúl le dijo que admiraba su templanza de cómo después de
los incidentes del día no se había alterado y de cómo llegaba a casa con una
sonrisa.
Blas
le dijo: - ¿quieres conocer mi secreto?
Le
llevó hasta un gran árbol que había en la entrada de su casa, lo tocó, respiró
profundo y comentó: - Es inevitable tener problemas cada día, preocuparnos por
lo que pasará, angustiarnos por no poder cumplir a tiempo, pero eso no es
importante, Raúl. Lo importante en esta vida es saber que lo importante es lo
más importante. Y lo “importante” no es lo mismo que lo “urgente”. Así que
cuando aprendas a diferenciarlo, lograrás la paz. Cuando vengo cargado de
problemas, toco este árbol que tengo en la entrada y me descargo de ellos. Lo “urgente”
lo dejo aquí, en la puerta. Lo “importante” es lo que tengo al otro lado, mi
familia, mi vida, mi tiempo, mi paz. Así que no permito que lo “urgente”
contamine lo “importante”. Cuando mañana salga de nuevo a trabajar, volveré a
retomar lo “urgente” pero ya no me lo parecerá tanto, porque habré disfrutado y
valorado lo “importante” y tendré energía positiva de sobra.
Raúl le dio un enorme abrazo y susurró el “gracias” más sincero que había pronunciado en su vida mientras se le ponían vidriosos los ojos.
Qué queréis que os diga…desde entonces, dicen que hasta se ha quitado años...
Espectacular relato! Y muy cierto…..👏🏾👏🏾👏🏾
ResponderEliminarMuchísimas gracias ☺️
Eliminar